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ISSN 1989-4163

NUMERO 41 - MARZO 2013

Cantos de Luna Vieja (II)

Edgard Cardoza

VI

Mi primera borrachera fue a los catorce años en compañía de cinco amigos de secundaria (Omar, Vita, Guarumo, Victor López, el Charro, todos de mayor edad que yo). Nos reunimos en el tinacal del pueblo a ingerir por mi cumpleaños vino de marañón con aguardiente, mezclados en un enorme cántaro de barro. El lugar –a las afueras del pueblo– lindaba con la parte trasera del panteón municipal, se percibía un cierto olor a carne chamuscada: pensé jocosamente que algún muerto me quería decir algo o trataba de escaparse de su encierro. Me fue indicado que debía sentarme en aquel desvencijado taburete iniciatorio –“la silla eléctrica”, le llamaban–y servirme con un cuenco de madera una jícara repleta del bebestible en cuestión.  

   Recuerdo la sonrisa chimuela de doña Desideria la matrona, las risas alborozadas de mis compañeros de festejo, la vista nebulosa de algunas cruces del cementerio vecino que distinguí de reojo justo antes de empinar el primer trago del tercer recipiente del elíxir de marras. Después todo se borró, hasta que a media noche sentí caer sobre mi cuerpo la inclemente lluvia del trópico y me descubrí tirado sobre la lápida mortuoria en donde mis compañeros de celebración me habían dejado a reposar mi juma inaugural. Salí despavorido y no paré hasta llegar a casa.

   Por muchos días creí ver cadáveres asomándose de todos los rincones. Desde entonces sigo huyendo, pero no puedo quejarme. A pesar de haber entrado en sociedad por la puerta trasera de un panteón, después de una guerra sangrienta y un prolongado exilio, continúo vivo y escribiendo postales añorantes.


 

VII

Preciso de reguladas porciones de calistenia espiritual
para expulsar a mis demonios.

Buenos deseos hacia todo lo vibrante,
hasta para el perro del vecino
que no me deja dormir con sus ladridos.

Y si no queda otra salida que destilar veneno
que sea en la mínima dosis necesaria
para guardar el equilibrio:
que el corazón acrisolado en la plegaria bienhechora
sepa también de garras y de dientes.

Pero eso sí,
que la ira me asalte con la risa en los labios,
por si no logro matar con mi veneno.
  
Desde el portal de la sonrisa siempre podré decir:
era broma, señores,
era broma.

 

VIII

Ya me están perdonando los espejos
por tantos rostros falsos que he portado.
Ha llegado la hora de guardar el azogue
y llevar la apariencia desnuda
en romería.

Mi alba está empezando a urdir colores nuevos,
pasos recién nacidos,
gestos como de pájaro
reflejado en la nube más próxima a ser cielo.
  
¿Y qué lejía es pues la que ha logrado tal milagro?
¿De qué insólita fuente de pureza
ha surgido esta fuerza que no ahoga ni despide señales
sino tan sólo pasa
y me siento de pronto un hombre nuevo?
¿Si existe desde éste lado opaco de la luz,
cómo nombrarla?
¿Si llega del portal
dónde el tiempo es un cácaro
que proyecta su sombra en mis pupilas
cuál sería el conjuro
para no darle cuerpo a sus envíos?
  
El espejo
se está quedando hueco de mi imagen
(los espejos son fábricas de máscaras),
tan vacío
que estas preguntas aparentemente mías
son su último destello.

 

Nawja

 

 

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